miércoles, 26 de enero de 2011

11 de noviembre. Habla Hiria

Cuando alguien lea esto, yo ya habré muerto. Supongo que ese alguien será la joven que aparecen mis visiones. A ti, mi pequeña Dama, te saludo.

No sé qué es exactamente lo que deseabas encontrar en estas páginas. Seguramente la respuesta a quién eres realmente. A por qué tú, cuál es tu misión y cómo llevarla a cabo. Tal vez estas líneas no te den las respuestas que buscas; tal vez yo no pueda darte las respuestas que buscas. Pero sí puedo ofrecerte mi historia, esperando que con ella se resuelvan algunas de tus preguntas.
Sé perfectamente que he de morir dentro de poco. Mis asesinos conspiran mientras escribo esto, sin saber que yo ya conozco sus intenciones. Podría mandarlos prender, podría incluso huír; pero sería inútil, pues mi destino ya está sellado. Así que, antes de que mi vida sea sesgada, deseo dejar todos mis asuntos cerrados. Y uno de los más importantes eres tú.
Supongo que contarte mi historia es la única forma que tengo de explicarte el por qué de tu persona, el por qué de tus poderes. Por qué eres tan necesaria. Y mi historia es larga, difícil a veces, pues fueron tiempos oscuros los que me tocó vivir. Pero no dudo de que tú también, con total seguridad, estarás viviendo o vivirás momentos difíciles.
No sé por dónde empezar. Quien ahora escribe estás páginas es una reina coronada, honrada y respetada por un pueblo próspero y feliz; y una hechicera bendecida con los dones del Bosque, con poder sobre su naturaleza, capaz de manipularla a voluntad. Es también una feliz madre, amada por su querido y leal hijo. Pero no siempre he sido así.
Si bien ahora vivo en el imponente castillo que se alza en el centro de la ciudad de Longia, nací y me crié en la granja de mis padres. Hace ya 35 años.
Por aquel entonces, ni siquiera éramos una ciudad, ni tampoco vivíamos al cobijo del Bosque. Cuando yo nací, Longia era un pequeño pueblo asentado el lo alto de la falda de la montaña. “La montaña”, así escomo los niños la llaman ahora. Y a los adultos nos traen amargos recuerdos y preferimos no decir su nombre. Pero a estas alturas de mi vida, de nada me serviría utilizar eufemismos u omitir detalles, pues sería una actitud sin sentido. La montaña, mi hogar, era llamada por todos Shilnavá, “El Mirador”, y tenía bien merecido su nombre. Recuerdo que, desde ella, veía con toda claridad el mar. ¡Oh, cómo lo echo de menos! Despertar por las mañanas, pasear hasta los límites del pueblo y ver el mar. Descansar del trabajo viendo el mar. Y pensar viendo el mar. El mar….mi amado mar que nunca llegué a pisar, ¿quién iba a pensar que tú causa por la que abandonaría mi hogar?
Disculpa que me ponga nostálgica. Estas cosas ocurren cuando intentas recomponer tu vida y tu historia. Los recuerdos te evocan emociones y sentimientos, sensaciones que hacía tiempo no sentías. Viejos sueños, viejas tristezas, viejas alegrías… Y a veces resulta muy difícil no perderse en ellos, volver a revivir todo aquello una vez más.
Como te iba diciendo, la montaña, Shilnavá, era nuestro hogar. La mayor parte de nosotros vivíamos del ganado. La montaña tenía excelentes pastos, y suficientes como para poder alimentar a todos nuestros animales. Nunca hubo problemas entre vecinos por los límites de las zonas de pasto. Otro tema eran los cultivos. Muy poca gente se dedicaba a la agricultura. La extensión de los pastos era enorme, y ello limitaba mucho las zonas de cultivo. Además, no teníamos ningún río cerca (y si lo había, no lo conocíamos); el agua la obteníamos de un manantial o cavando pozos que a veces eran demasiado profundos. Nunca hubo problemas de riego, pues las lluvias y las nevadas proporcionaban agua suficiente. Pero encontrar tierras fértiles, con aguas subterráneas lo suficientemente cercanas como para alimentar permanentemente los cultivos era difícil. Y su cuidado requería mucho trabajo. Sin embargo, también necesitábamos las frutas y las verduras para alimentarnos, por lo que dedicarse a la agricultura podía resultarle a una persona bastante rentable. Pero también le traería muchos problemas, pues los límites de los terrenos siempre eran motivo de disputa entre los agricultores. Para resolver este tipo de problemas, se recurría a mi madre. Aunque de ella y mi familia te hablaré más tarde.
Te he dicho que, desde la montaña, se veía el mar. Las mejores vistas estaban, evidentemente, en lo alto de la cumbre, pero pocos subimos nunca hasta allí. Hacía demasiado frío. Aunque sí descendíamos de ella a menudo, hasta el mar. Al pie de Shilnavá estaba el puerto. No solíamos recibir muchas, llamémoslas visitas, por lo que la zona era bastante solitaria. No obstante, aún estaba allí asentada una familia. Un matrimonio encantador y sus cinco hijos. El mayor era quien subía al pueblo a avisarnos de la llegada de los barcos. Y quien se encargaba de vendernos el pescado a mi madre y a mí. Con tal fin bajábamos una vez por semana. Y yo esperaba ansiosa ese día. Pero eso también es otra historia.
Como ya te he dicho, nací y crecí en la granja de mis padres. Recuerdo que mi padre solía irse a pastorear con el ganado, y que mi madre siempre se quedaba en casa hilando, limpiando o cocinando. Cuando era muy pequeña, me quedaba con mi madre en la casa; pero en cuanto cumplí los 7 años empecé a acompañar a mi padre a cuidar del ganado. Me encantaba ir con mi padre… Recuerdo que, mientras pacían las reses, yo me sentaba delante de mi padre, y le observaba mientras él tocaba la flauta para mí. Fue él quien me enseñó a cantar, y quien me inculcó el amor por la música. “La música es lenguaje del alma, Hiria”, me decía. “Si estás alegre, una canción contagiará tu alegría. Si estás triste, ahogará tu tristeza”. Y también me contaba cuentos. Me enseñó a leer y escribir; a entender los números y las estrellas; a saber si el tiempo sería lluvioso o el día sería soleado, sólo contemplando las nubes.
Acompañé a mi padre hasta que apareció mi primera sangre lunar. Al convertirme en mujer, me quedé con mi madre en casa. Fue entonces cuando empecé a tomar consciencia de quién era mi madre, y por tanto de quién era yo. Mi madre no era ni mucho menos quien gobernaba nuestro pueblo; y no obstante era una persona con poder dentro de nuestra comunidad. Todo a causa del don con el que nació, un don que también poseyeron su madre y su abuela. Y que me transmitió a mí. Mi madre era hechicera. Podía predecir el futuro y conocía las propiedades curativas de las hierbas y plantas. Decían que tenía la Vida y la Muerte en sus manos. Y yo soy igual que ella.
Gracias a sus poderes, mi madre gozaba de una elevada consideración social en el pueblo. Debido a sus dotes curativas, era muy apreciada como médico y como comadrona. Y a causa de sus visiones, siempre se la consultaba sobre qué cultivos plantar, o si sería conveniente sacrificar o no ciertos animales para el invierno. Sus visiones nos alertaron sobre estaciones secas o inviernos más fríos; y sus consejos disminuyeron los riesgos de épocas de hambrunas. Todo ello le valió la consideración de “mujer sabia” dentro de la comunidad. Por eso, siempre que había algún problema o conflicto que resolver, se acudía a mi madre. Y todo esto, sus poderes, su sabiduría y su posición, es lo que heredé de mi madre.
Mis poderes se manifestaron cuando me convertí en mujer. Unos días antes de que bajara mi primera sangre, tuve mi primera visión. Pero yo sólo pensé que había sido un mal sueño. En ella veía a mi padre avanzar corriendo hacia mí, y desvanecerse de repente ante mis ojos. Al día siguiente vi cómo mi padre se caía rodando ladera abajo por tropezarse mientras corría. Por un momento, literalmente, desapareció de mi vista. Admito que resultó bastante gracioso, pero fue entonces cuando comprendí realmente el poder y la responsabilidad que se cernían sobre mis hombros. Pude haber avisado a mi padre, pero no lo hice. Pensé que todo había sido un sueño, y no fui capaz de reconocer la visión. Me preguntaba cómo podría ser capaz de ello, si ambas cosas se parecían tanto.
Fue mi madre quien me ayudó a comprender, que mi don formaba parte de quien yo era. Que generaciones enteras de mujeres de mi familia lo había poseído y utilizado; que la fuerza de mis visiones corría por mis venas, y que en mi sangre estaba el llegarlo a dominar. Y entonces comenzó mi entrenamiento.
Cada mañana, mi madre me pedía que le contara lo que había soñado la noche anterior, y me hacía reflexionar sobre ello. Me hacía escribir todos mis sueños, lo más detalladamente posible, y luego reflexionar sobre qué podían ser sueños, y qué eran visiones. A veces los sueños eran sólo sueños. Me era muy difícil distinguirlos de las verdaderas visiones. Pero las visiones eran más reales, más vívidas. Aquellas en las que sentía intensamente el frío de una helada, el calor de una sequía, el dolor de un golpe. Pero las visiones siempre eran muy fragmentadas, inconexas. Podían pasar muchas noches hasta que yo conseguía hilar todas las piezas que componían una sola visión. Por ejemplo, recuerdo la vez que soñé con la primera nevada del invierno. Primero veía el fuego ardiendo en las chimeneas. Luego, veía a mi madre tejiendo un jersey. Otra vez, simplemente veía el cielo abierto y oía las risas de mis amigos. El último fragmento era el de una bola de nieve estrellándose en mi cara. Soñé con esto durante 10 noches, sin soñar cada una lo mismo, con los pedazos de mi visión en desorden. Hasta que fui capaz de hilarla entera. Cuando conseguí distinguir por completo las visiones de los sueños, y logré unir los fragmentos inconexos de ellos, empezó la segunda fase de mi entrenamiento: la culminación de la visión.
¿Puedes tener una visión completa cuando sólo te ha sido revelado un fragmento, sólo porque así lo desees? Sí, pero no es sencillo. Implica sobrecargar nuestro don, forzarlo a trabajar más deprisa de su ritmo natural. Requiere tiempo, esfuerzo, y sobre todo mucha paciencia.
Todo empieza por buscar el lugar perfecto para tener la visión. La conexión con el lugar es esencial. “Debe ser un sitio en el que te sientas tranquila y relajada, en el que seas capaz de liberarte de toda preocupación, de toda emoción perturbadora”, me dijo mi madre. Lo primero que pidió mi madre es que le indicara cuál era mi lugar preferido de toda la aldea. Y yo escogí, por supuesto, lo alto de la montaña, frente al mar.
Después de eso, tenía que escoger el momento adecuado. Lo mejor es procurar realizar el ritual de culminación al día siguiente de haber tenido una visión. Los recuerdos aún están lo bastante frescos, al igual que las emociones residuales que las visiones dejan en ti. Además, la mente aún está en contacto con tu don. Puedes demorarte un día como mucho, pero realizar el ritual a partir de los dos días de haber tenido la visión es bastante complicado. Se necesita mucha concentración en condiciones normales para poderlo completar, pero si dejas que el tiempo pase, además, se requiere mucha memoria para poder recordar todo lo que tu visión te hizo ver y sentir. Si no lo realizas a tiempo, la información residual que la visión dejó en ti se pierde, y tienes que esperar a tener otra visión para poder realizar el ritual. Y aún así no puedes estar muy segura de que tu primera visión y la última estuvieran conectadas. Por eso el momento es tan crucial. Pero cuida también las razones por las que deseas realizar el ritual. Si tu visión ha sido especialmente perturbadora, es una buena idea el realizar el ritual y completarla. Pero sin embargo, si lo que estás viendo es algo más bien banal, como el nacimiento de un cabritillo o los festejos de la cosecha, no merece la pena gastar tus energías en ello. El tiempo y la experiencia te ayudarán a distinguir tus sueños de tus visiones, y las visiones importantes de las que no lo son.
Una vez escogidos momento y lugar, debes prepararte a conciencia. Aunque, como ya te he dicho, elegir el momento es crucial; esto es también sumamente espontáneo, pues depende en gran medida de cuándo tengas tu visión. Por eso mi madre me pidió que la avisara de mi visión apenas me despertara por la mañana. Y así lo hice.
Mi visión había sido oscura. La negrura más profunda cubría todo el cielo; llantos y gritos de dolor desgarrado me taladraban los oídos y me traspasaban el cerebro; y en el horizonte sólo se veían el reflejo ardiente de las hogueras y el humo. Desperté alterada, sofocada y muy asustada. Tenía 14 años y llevaba dos años teniendo mis visiones. Pero ninguna me había hecho sentir tanto miedo como esa. Así que desperté a mi madre inmediatamente. Aunque lo que ella me dijo no pudo por menos que dejarme estupefacta:
-¿Has desayunado ya?
Por supuesto que no había desayunado todavía. Acababa de despertarme en ese momento y había corrido a decirle a mi madre lo de mi visión, tal y como ella me mandó.
-Perfecto, no desayunes-me contestó-. Vístete, nos vamos.
Me vestí lo más rápido que pude, y me fui con mi madre hasta lo alto de la montaña. Cuando llegué a mi lugar feliz estaba francamente hambrienta. Por el camino, mi madre me había explicado que lo que estaba a punto de hacer era un viaje por mi propia mente, y que por eso era conveniente que ayunara. Me senté en el suelo con los ojos cerrados.
-Concéntrate en la visión que has tenido- me dijo mientras notaba cómo derramaba sobre mi cabeza, lo que luego supe que eran, las cenizas del hogar-, e intenta llegar más allá. Deja que las imágenes fluyan por tu mente.
Mientras me hablaba me agarró por los hombros. No hace falta decir, que yo estaba especialmente tensa.
-Esta vez me quedaré contigo, pero la próxima tendrás que hacerlo tú sola-me indicó. Lo que me puso aún más nerviosa.
-Relájate cariño-me susurró, y comenzó a cantarme mi nana, la canción con la que me dormía de pequeña.
No sé si fue por la canción, por lo cansada que estaba del camino, o porque me concentré demasiado, pero me temo que me dormí. Y tuve mi visión completa.
“Tres rosas cayeron muertas al ser arroyadas por una tromba de agua. Volaron y cayeron al mar. Del mar comenzó a extenderse una sombra terrorífica. Una mano huesuda, una garra, la mano de la misma muerte. Surgió del mar, cruzó el cielo y llegó hasta la aldea cubriéndola en una especie de burbuja negra. La negrura más profunda cubrió todo el cielo. Llantos y gritos de dolor desgarrado me taladraron los oídos y me traspasaron el cerebro. Y en el horizonte sólo se veían el reflejo ardiente de las hogueras y las columnas de humo. Y de nuevo, tres rosas se volvieron negras y cayeron al mar.”
Desperté sudorosa, asustada, gritando y con mi madre acunándome en sus brazos. Le conté mi visión, entera. Y ambas dedujimos que un gran mal para la aldea vendría del mar, y que teníamos tres años para prepararnos para ello. Debíamos avisar al pescador y su familia para que mantuvieran los ojos bien abiertos. Y fue así como Hermano pasamos de ser conocidos a ser grandes amigos.
Hermano era el hijo mayor del pescador y su mujer. Le llamaron así porque él era mellizo. Su madre dio a luz a un niño y una niña, pero la niña murió durante el parto. Él hubiera sido el hermano, y por eso sus padres le pusieron ese nombre.
Siempre me hacía reír. ¡Era muy gracioso! Y me daba muchísima seguridad estar a su lado. Tenía algo…no sé explicar qué era. Una especie de aura, o de fuerza…no sé, pero me gustó desde el momento en que lo vi Llegó a convertirse en mi mejor amigo. Tal vez mi madre tuvo una visión de ambos, porque desde esa primera visita, me mandaba todas las semanas a mí a por el pescado.
-Y no tengas prisa, Hiria-me decía-. Tómate tu tiempo cariño, que ya sabes que el camino es algo difícil.
No era verdad. El camino era ciertamente algo empinado en un tramo, pero completamente seguro. Las madres solemos hablar así, aunque entonces como hija no lo veía.
Pero como tenía el permiso de mi madre, bajaba a la playa apenas rayaba el sol y no volvía hasta caer la tarde. Me entretenía hablando con Hermano de nuestra vida y nuestros sueños, de lo que deseábamos en nuestro futuro. En una de esas conversaciones me dí cuenta de que lo que quería para mi futuro era a él.
No sé decir con exactitud cuándo fue. Quizá la primera vez que me dí cuenta de que su pelo castaño lanzaba destellos cobrizos cuando le daba el sol. O cuando descubrí que sus ojos, ocultos siempre bajo su flequillo enmarañado, eran en realidad tan oscuros como la leña mojada. O quizá cuando me percaté de que arrastraba las eses al hablar. No lo sé. Pero la amistad y el cariño que sentía por él evolucionó algo mucho más profundo y sagrado, y me enamoré perdidamente de él.
No sé de dónde saqué el valor para confesárselo aquella tarde junto al mar. Tumbados en la arena, hablando de cómo era posible ver un cielo tan azul, mientras las olas golpeaban con dulzura las rocas. Fue un impulso, supongo. O quizá la suavidad del mar inundó mi alma y me dio su energía. Me giré y lo besé. Él sentía lo mismo, y allí comenzamos nuestro noviazgo. En ese momento, tuve la sensación de que mi vida se había vuelto absolutamente perfecta: tenía 15 años, un dominio casi pleno de mis visiones, y estaba enamorada.
Hermano y yo nos casamos a principios del verano. La boda se celebró en mi lugar especial. Él se había peinado el cabello hasta dejarlo completamente liso y suave, y sus reflejos cobrizos eran más evidentes que nunca al sol del mediodía. Yo me había enganchado margaritas blancas entre mis rizos, y mi madre había cosido pétalos de rosa roja al vestido. Además ese día mi madre me regaló su medallón. Ese medallón redondo con las cinco piedras engarzadas que el había visto desde niña. Había pertenecido a mi madre, a mi abuela, a mi bisabuela, a mi tatarabuela, y a todas las mujeres de mi familia desde que se recuerda.
-Y así se cierra el círculo-dijo mi padre cuando mi madre me lo ató al cuello.
En ese momento no pude evitar llorar de alegría.
No podía ser más feliz. Todo era absolutamente maravilloso y perfecto. Tenía todo lo que siempre había deseado: una casa cercana a la de mis padres, una enorme cama con dosel y sábanas blancas; y un marido encantador con quien compartir todo eso, a quien amaba con locura y que me quería por encima de todo. Para terminar de colmar mi felicidad, el verano siguiente nació nuestro primogénito, Mangan, un precioso y adorable niño rosado con mi rizo caído prendido en su cabecita y los ojos oscuros y profundos de su padre.
¡Oh, aquellos tiempos felices! Quién pudiera volver atrás, cuando todo era sumamente sencillo…Antes de que el peso de las grandes visiones me abrumara, antes de que tuviera una corona que ceñir en mi cabeza, antes de que la sombra de la muerte nos rodeara a todos… Cuando todo era fácil, cuando sólo éramos Hermano, Mangan y yo, cuando todavía vivíamos en la aldea.
Pero es ley de vida que los tiempos felices no duren eternamente, y eso era algo de lo que yo tenía total certeza. Al fin y al cabo, lo había visto.
Transcurridos tres años desde mi visión, con los primeros deshielos, la muerte nos llegó a todos desde el mar. Y a pesar de mi visión, y de todas las medidas de prevención que habíamos tomado mi madre y yo, nada nos podía haber preparado para el mal que se avecinaba.



-¡Yeny dónde te has metido! ¡Que la comida lleva en la mesa media hora y Calen se está impacientando!
El grito de Eiris me sacó de la lectura en que me hallaba totalmente enfrascada.